POR descontado, no tiene nada de malo que el president de la Generalitat, Pere Aragonès, reclame para Catalunya un concierto económico como el de los cuatro territorios forales. Al revés, viene a ser el reconocimiento de la utilidad y la eficacia de una herramienta sobre la que no hace demasiado el soberanismo catalán mostraba dudas y, en algún caso, hasta desdén. De todos modos, como ya conté aquí mismo, esos recelos quedaron atrás hace mucho tiempo. En 2012, la demanda consiguió una holgada mayoría en el Parlament, y si volvió a quedar aparcada, fue solo porque en los momentos de mayor efervescencia del procés, el pacto fiscal era una minucia al lado de la reclamación de la independencia. Ahora, que la realidad tozuda ha mostrado que todavía la secesión no está madura, el pragmatismo ha impuesto recuperar la exigencia del concierto como paso previo a lo que esté por venir.

Sinceramente, creo que ha imperado el buen criterio por parte de Aragonès, si bien es obvio que, al hacer su planteamiento, le sobró hablar de un concierto como el vasco “pero con cuota de solidaridad”. Como ya se ha explicado sobradamente, pagamos al Estado una cantidad que está bastante por encima de nuestro peso tanto en población como en PIB. Una vez aclarada la cuestión, abogo por aparcar las polémicas estériles y apoyar la reivindicación catalana, aunque es verdad que para eso debemos conocer su letra pequeña y lo que su puesta en práctica supondría, no solo ya para Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa, sino para el resto de los territorios del Estado, no vaya a ser que la cacareada solidaridad sea justamente lo contrario. Por lo demás, y en el ánimo de no hacernos trampas en el solitario, procede explicar que, por más voluntad (o necesidad de votos) que pudiera tener el Gobierno español, conceder lo que se pide implica una mayoría parlamentaria reforzada que ahora mismo no se da.